HEROÍNAS ANÓNIMAS
Al amanecer del día 29 de febrero de 1809, cuando
callaron los cañones, los fusiles enmudecieron y los hornillos se silenciaron, tan
solo se oía el crepitar de las llamas en los maderos derrumbados. Los agónicos
lamentos de los heridos y enfermos, su extrema debilidad por falta de cuidados
les llevaba a apoyarse en los tapiales que no hacía mucho les habían servido
para contener al ofensor. Ahora pedían con gritos sordos que un alma caritativa
pusiera fin a sus dolorosas penurias. Los ladridos de algún can llegaban desde
cualquier lugar; ladridos que surgían amenazantes entre la niebla, advirtiendo
a los intrusos del peligro que corrían si disputaban su abundante festín, servido
en las escuálidas y enfermizas carnes de sus antiguos amos, moribundos, que no
sentían el dolor de los desgarros, ya sin fuerzas, para evitar ser devorados
por sus antiguos y fieles amigos.
En aquellos aciagos días, Zaragoza no era más que un
montón de escombros, donde abundaban los cadáveres de uno y otro bando. No
había ya tiempo ni lugar donde enterrarlos. La peste, aliada de los agresores a
los que también había mordido, pues no conoce colores, honras o prestigios; es
el arma que impidió, momentáneamente, un total saqueo de la ciudad. El saneado de las calles, plazas y edificios en ruinas
que aún quedaban en pie, era tarea primordial, se empieza limpiando los de
cadáveres propios y ajenos transmisores de la epidemia. Estos cadáveres eran transportados
como fardos o desechos urbanos, sin miramientos, honras o respetos hacia
aquellos que gloriosamente habían dado la vida por la causa, a lugares como
Macanaz, Monasterio de Sto. Domingo, huerta de las monjas Jerónimas de santa
Engracia, entre otros muchos improvisados cementerios, en los que fueron
enterrados en el sentido literal de la palabra, o incinerados en aquellas
enorme piras que elevaban sus columnas de negro y pútrido humo al etéreo azul
celeste, portadoras de las almas de bizarros guerreros al valhalla
decimonónico. Ese fue el destino final de aquellos amigos y enemigos que
compartieron la barbarie.
Las
brumas y nieblas se extendieron en toda su dimensión por la urbs zaragozana, provocadas por humos de
vigas calcinadas, casas destruidas, de incesantes incendios en los edificios provocados
por intensos bombardeos, entremezcladas con el fuerte olor a azufre de la pólvora
flagelada y el pestilente olor a sangre
corrompida de los cadáveres mutilados que aún no habían sido devorados por los
hambrientos canes. Esa fétida mezcla
se mascaba en el ambiente, la putrefacción endémica que provocaba
la epidemia aun existente, verdadera vencedora y causante de la capitulación.
El dantesco paisaje que ofrecía la ciudad, quedaba al descubierto cuando estos
nauseabundos vapores comenzaban a disiparse, elevándose al infinito como
testigos incólumes de la barbarie humana, que se había cernido sobre Zaragoza en
un periodo, que aunque corto en el espacio, parecía eterno en el tiempo. Entre
esos velos, iban apareciendo las formas fantasmagóricas de sus defensores, o de
lo que quedaba de ellos, auténticas figuras esquematizadas de lo que un día
fueron, vagando por sus calles, deambulando sin destino fijo, con la mirada
perdida en el infinito, las vestiduras rasgadas, dejaban adivinar sus esqueléticos
cuerpos, resultado de la prolongada inanición que habían padecido. Eran
aquellos defensores, todavía con el orgullo en el espíritu, los que habían
sostenido un pulso como antes no lo había hecho nadie, contra el invencible
emperador de los franceses que se galleaba por toda Europa sin que nadie le
hiciera sombra. Aquí encontró la horma de su zapato.
En
aquella Zaragoza que surgió después de febrero de 1809, se dieron todo tipo de
situaciones. En el ambiente social y familiar, fueron las de mayor calado, de
entre ellas, el colectivo femenino sufrió el más violento y desgarrador zarpazo,
puesto que se centró precisamente, en las mujeres, aquellas heroínas olvidadas,
ya, en el mismo fragor de la batalla, donde surge la fama, la leyenda y,
paradójicamente… el olvido. Las sobrevivientes debieron adaptarse rápidamente a
la trágica situación, había que buscar un medio de sustento. No se les
consentía trabajar debido a los “peligros” en que se hallaban ante la
insaciable libido masculina, (había que velar por una hipócrita pureza, en
tanto se consentía que sus vástagos murieran de inanición) tan siquiera se les estaba
permitido mendigar, pero ellas, ayer como hoy, sabían cómo sacar adelante a su
prole. Los registros parroquiales están repletos de las peticiones de estas
heroínas, que solicitaban les fuese reconocido su nuevo estado lo que les
permitiría contraer nuevas nupcias. La normalización y actualización social se
hizo imperativa. La guerra no solo había provocado víctimas, sino que había
destruido el núcleo familiar de casi todas ellas.
La
consecuencia de la guerra, fue la pérdida de innumerables almas, hombres y
sobre todo mujeres, creando espacios vacíos, donde antes había núcleos
familiares completos, generando situaciones encaminadas a la supervivencia
innata en el género humano, adoptando nuevas realidades parentales,
justificadas por la debacle, que conllevó una resistencia a ultranza en defensa
de un sistema que los ahogaba cada día con más fuerza, luchando paradójicamente
contra el aire fresco, renovador y portador de una forma de sociedad más justa,
más moderna, más equitativa, que traían las nuevas ideas surgidas de aquella
Revolución Francesa de finales del siglo anterior.
Fue
tan terrible y demoledor, fueron tantas las víctimas de uno y otro bando, que como
ya he dicho, no había lugar donde enterrarlos, los carnearios estaban repletos,
los ecónomos y párrocos no podían recibir ya los cientos de cadáveres que diariamente
se amontonaban a sus puertas. El
Regente de San Felipe, escribió. “En el bombardeo e irrupción
de los franceses, ocurrido en los meses de julio y agosto, especialmente en los
días 4 y 5, de este, se enterraron 16 cadáveres, en la cisterna de esta
iglesia. Se está practicando vivas diligencias para averiguar quiénes eran los
difuntos y, se anotarán los que se sepa y como se pueda”.
Se
procedió a la incineración pública, en piras funerarias donde se amontonaban
amigos y enemigos. Esto generó a posteriori la necesidad de regular la nueva y
desgraciada situación familiar. La petición del reconocimiento del nuevo estado
¡viudos y viudas! a las entidades oficiales era una constante.
Si trágica era la muerte del marido que
suponía el sostén del hogar, pues era quien traía el pan diario y los escasos
céntimos que le permitían una paupérrima vida; mucho más trágica era la pérdida
del verdadero pilar sustentador familiar. La falta de la esposa, madre,
economista, enfermera, psicóloga, sanitaria, compañera, amiga, confidente, la
educadora, directora… a fin de cuentas podía ser cuasi catastrófico, la suma de
ambos ya, inútil comentarlo. Los expedientes eclesiásticos solicitando ser
reconocidas como viudas, para contraer nuevas nupcias que permitieran criar a
sus hijos, huérfanos en la defensa de los derechos del vil felón se
multiplicaban. Rafaela Casalbón, fue
una de tantas víctimas castigas por la guerra. Su difunto marido había sido uno de los defensores de la ciudad en los dos Sitios, por cuya razón lo
mataron 4 soldados franceses
luego de capitular la ciudad, la dejó con tres hijos menores, Mariano de
13, Mariana de 6 y Rafael de 6 meses a
quienes debía mantener con el trabajo de sus manos y sin ningún refugio al
haberse hundido la casa donde vivía, e incendiado la ropa y muebles con las bombas que cayeron en ella en el Segundo
Sitio. Por tanto suplicaba a la Curia Arzobispal, la extensión en definitiva del certificado de la partida
de muerte de su difunto marido.
Las situaciones eran tan paradójicas que
en algunas ocasiones, ante la actitud natural encarada hacia la propia
supervivencia, eran terriblemente castigadas por una sociedad encastrada en una
Edad Moderna ya pasada de largo, pero que, en estas tierras, merced a la
nefasta influencia ejercida por unos poderes temerosos de perder sus
privilegios, hacían pecado de aquello que en la original concepción debía haber
sido contemplado con más benevolencia. Pecadoras eran aquellas que habían
perdido el sustento y necesitaban un medio de manutención, ¡poco les reconocían,
aquellos que las condenaban, el motivo de su situación!, ¡Dios que floja es la
memoria humana!
Francisca Fernández otra de tantas viudas,
tenía una hija Ramona, de 12 años. Solicitó en su día de las autoridades
eclesiásticas el engrosamiento de la partida de muerte de su difunto marido y
así permitirle casarse de nuevo, alegando que desde hacía cuatro años
mantenía vida matrimonial con Antonio Montesino que se hallaba en Guadalajara.
Arrepentida del pecado y en el peligro
tan evidente en que se hallan sus almas, suplicaba se expidiera el obligatorio documento a fin de casarse con el
mentado Antonio y poder revertir la situación. El pecado siempre ha sido
femenino, decretado naturalmente por la inconsciencia, hipocresía e impotencia,
de una sociedad masculina, temerosa siempre del reconocimiento a la equidad
testada.
Situaciones como estas jalonan de todo
tipo de historias protagonizadas, involuntariamente, por estas mujeres cuyo
denominador común es el reconocimiento de su nuevo estado y poder iniciar así otra
vida. Una vida que evite el triste destino a la que se verían abocadas, ¡la
muerte por inanición de ellas mismas y su prole! Impedidas para trabajar,
reprimidas por mendigar, los caminos que tenían para salir con su progenie eran
muy estrechos y desembocaban en destinos de los que la hipocresía social de la
época pretendía preservarlas.
Vicenta Valdellou, otra de las defensoras
que junto con su esposo lucharon denodadamente contra el francés, obligada por
las circunstancias a reconducir su vida. Solicita engrosamiento de la partida
de muerte de su marido para poder volver a casarse. Habiendo permanecido su marido durante los dos sitios en defensa de esta ciudad, ambos adolecieron
de las malignas enfermedades agravadas
por la epidemia que tantos estragos causó. Su marido salió de casa a pedir ayuda. Fatigado
y medio muerto se introdujo en casa de Petronila Sánchez que al instante procuró socorrerlo con un poco de caldo. Después
de habérselo tomado y en presencia de la misma y otras gentes, murió de repente.
Esta mujer teniendo tratado matrimonio con un Subteniente del Regimiento de
Voluntarios de Madrid, no puede efectuarlo por no haberle sido librada la
Partida de Muerte de difunto su marido.
El
desastre había sido absoluto, la población femenina pese a su alta mortandad,
aún superaba en número a los hombres, estos también habían sufrido la debacle
martirial, amén de las gruesas cuerdas de presos transportados allende los
Pirineos para evitar otra muy temida situación similar. La “paz” no cambiaría
su situación. Los ocupantes habían sustituido en su mochila el libro de los droits de l'homme, por la
represión, el odio y el aislamiento, causado por la impotencia generada tras
una amarga victoria, conceptos contrapuestos a su primer mensaje.
Pero
la Historia se abre paso, más tarde o más temprano, y ya es hora de devolverles
el honor de la sangre derramada en las calles de su amada ciudad, donde las
mujeres fueron especialmente protagonistas. Los cronistas coinciden en su brava
defensa y ataque, no solo con lo habitual, (apoyo logístico y sanitario) si no con
las armas en la mano, aquellas que para la historiografía decimonónica no
tenían valor y su sacrificio no inclinaba ningún tipo de balanza ponderada de
la época, por lo que eran olvidadas. Sólo su familia, sentía realmente esa
carencia brutal, el callado anonimato y su ritualizado conformismo ritual. Las
zaragozanas en lo más fiero de la lucha se hallaban en todo momento animando y
reforzando a los patriotas, de modo que algunas saltaron los parapetos y fueron
víctimas de un inconsiderado denuedo. Cuando Palafox daba las gracias, en
nombre propio, por las acciones iba seguido de varias mujeres que con sus fusiles
habían estado en la acción. Los franceses por el
contrario no hicieron mención de ellas, tal vez debido a una ignorancia
intencionada, tal vez por vergüenza de ser derrotados por quienes consideraban
incapaces de empuñar un arma, tal vez porque en aplicación de los códigos de la
guerra, no había honor en matar a una mujer, por muy brava y peligrosa fuera.
Sea como fuere, los imperiales retrocedieron ante el empuje de los paisanos
entre los que el contingente femenino era más que importante.
Josefa Buil, viuda, es otra de tantas
heroínas que siguiendo la suerte de su marido al ser reclutado para engrosar
las filas en defensa de la ciudad de Zaragoza y por extensión de todo el reino
de Aragón, se había desplazado hasta la ciudad. Diversos avatares le llevaron a
participar en distintos frentes todos ellos con el sacrificio, honor, gallardía
y valentía propia de cualquier combatiente, como demuestran los numerosos
certificados que constan de su servicio. Tras la contienda, Josefa, insta a los
diferentes Jefes militares que la conocieron y premiaron, a que certifiquen sus
servicios, al objeto de reclamar una pensión ya concedida por el Capitán
General del Reino, y que ahora la Hacienda le exigía demostrar documentalmente.
Esta heroína, se halló en la defensa
de la ciudad durante los dos asedios, en los puntos de Arco de Valencia, y haciendo
fuego en una de las baterías de
la plaza de la Magdalena, en compañía de Benita Pórtoles natural de Alcañiz
y Teresa Liera natural de Huesca,
especialmente en la esquina de la calle Palomar, en cuya casa habitaba la expresada Benita Pórtoles. Padeció las fatigas
correspondientes a dicho punto como uno de los mejores soldados, tanto de día
como de noche, ya con las armas en la mano, ya manejando el cañón o llevando víveres y
municiones a las baterías. Benita
Pórtoles, a quién también le fue concedido en premio por sus señalados
servicios, una pensión de cinco reales vellón diarios, los cuales percibió
siempre. La valiente Buil, careció de esta recompensa de su acreditado valor, al
faltarle la certificación de Palafox. Para ejercer mayor fuerza,
supongo, Josefa solicitó del Contador de la Real Contribución de la ciudad, que
le emitiera un certificado contributivo de los pagos realizados por ella,
siendo este negativo, no se le conocían predios ni propiedades ni impuestos en
repartimientos. Con todas las certificaciones y otras de similar tracto, insta
a Palafox para que le sea reconocida la pensión otorgada en los años de los
Asedios, dado que se hallaba sin qué
comer, sin medios para
subsistir y constituida en la mayor desolación, por ellos se ve precisada a
recurrir y hacer presente para
aliviar sus penas y miserias pues lo
demás seria complacerse en sus desgracias.
No obstante, no sería este el único
servicio que realizaría, comprometida como estaba hasta las entrañas en
la defensa de su ciudad adoptiva y de su tierra. En la ciudad de Barbastro, realiza trabajos de espía después
del regreso a su ciudad natal. Tras los asedios zaragozanos junto a otras mujeres, monta un servicio de
espionaje que pone al servicio del ejército español. Son múltiples los
certificados que presenta con agradecimiento de sus beneficiarios. Su casa no
solo sirve de punto de información vital para las tropas nacionales, sino que
además alberga, esconde y dirige a otros espías, dando noticias fidedignas que
pusieron en jaque, en numerosas ocasiones, al invasor, al objeto de averiguar
la dirección que había de tomar el enemigo y sus propósitos. Josefa era pues una luchadora incansable.
Este es otro ejemplo más de las miserias de los combatientes que pese a la
desgracia de perder lo poco que poseían y en algunos casos, todo ello, se
comportaron con una bizarría que enmudeció al mundo.
Otra defensora fue María Ramírez de
Arellano, estuvo en los dos asedios a la ciudad de Zaragoza donde su continua
vigilancia y celo en llevar víveres así como municiones hizo posible que estas
no escasearan nunca en las baterías de la Plaza de la Seo, con el mayor riesgo
para su vida y exponiéndose a los mayores peligros. Los prisioneros que eran conducidos a Francia,
recalaban en el castillo de la Aljafería, donde permanecían más de 15 días.
Algunas personas vecinas de la ciudad entre ellas Dña. María Ramírez junto a otras
mujeres consiguió con algún dinero, comestibles para los prisioneros, así como
camisas, alpargatas y otras prendas, repartiéndolo entre aquellos cuyas
necesidades eran mayores, pudiendo cubrir así su desnudez, siendo permanentemente atendidos en todas sus necesidades y
continuar después la marcha a los depósitos de Francia. Sin este auxilio les
hubiera sido imposible sobrevivir. Esposa y madre de luchadores supo impregnar
y acrecentar en ambos el sentido patriótico. Su marido muerto en defensa de la
ciudad y su hijo encarcelado por espía y como responsable del correo de los
sitiados con las zonas libres. Realmente María Arellano contribuyó enormemente
a la batalla.
Manuela Sancho
Bonafonte, natural de la villa de Plenas y que desde antes de romper el día
hasta el anochecer no cesaba de llevar, pan, vino, aguardiente y otras frioleras
al Fuerte del Pilar; con los mayores apuros de ataque se desentendía de este
servicio, y se dedicaba al de la artillería con la mayor serenidad, portando
municiones y piedras en canastas para el mortero, dando fuego por sí, a los
cañones, haciéndolo por los aprestos con el fusil, sin que se conociera la
menor mutación a pesar de haber caído algunos a su lado.
Continuó constantemente con el
mismo denuedo y patriotismo, hasta que, en los últimos días del sitio de aquel
fuerte, una bala de fusil le atravesó
el cuerpo de parte a parte quedando herida en el parapeto.
María Montalbán sería otra de las
innumerables defensoras; recuperadas del injusto anonimato. Luchadora incansable,
fue premiada por Palafox. Su labor, como las del resto consistía en llevar
munición a la artillería, refrescos vendar las heridas dar ánimos, trasladar
heridos, transportar a los caídos, despreciando la muerte constantemente. Su ardor
la llevó a Tortosa después de la capitulación de la ciudad. Fue la única mujer a
la que se le permitió quedarse en la plaza a pesar de la orden dada para que
todas de las de su sexo saliesen de ella. El Gobernador de la ciudad le otorgó
por sus servicios, una ración de soldado ejerciendo en iguales servicios y con
iguales méritos que sus compañeros varones. Mujer brava, perdió a su marido en
el Segundo Asedio. Solicitaría del Consejo Supremo de Guerra le fuese
reconocida la ración de soldado con que fue agraciada que, aun siendo una
miseria, le permitirá sobrevivir en una España destrozada por las guerras.
Estas situaciones se daban con harta
frecuencia, mujeres disparando cañones, mosquetes, fusiles etc., Casamayor nos
ilustra “las mujeres llevaban el tizo para el botafuego, además de
refrescos ánimos y curas, sin contar que en muchas ocasiones encararon
el fusil o dispararon el cañón. Los muchachos con cuerdas arrastraban los
cadáveres hasta las cisternas de las parroquias y amunicionaban todos, los
viejos animando al combate preparaban ladrillos y piedras como
proyectiles arrojadizos, todos saciaban sus ganas de guerra”.
Siempre estuvieron ahí. Cuando el hombre caía ellas lo aupaban, siempre ha sido
así, su ánimo era vital para aquellos defensores, todas ellas merecen con
mayúsculas el epíteto de HEROÍNAS, aquellas mujeres daban sentido al
viejo dicho extremeño; con ellas todo, sin ellas… nada
Éstas
son algunas de las heroínas anónimas, de las miles que hubo, son las que, sin
olvidar a la más conmemoradas, merecen estar en ese palmarés martirial para ser
no sólo inmortalizadas, sino agasajadas y honradas; que un día puedan pasar a
ocupar su lugar en ese Panteón de Heroínas que con natural, justo y merecido
orgullo se halla en el Portillo, fiel testigo de algunos de sus actos heroicos,
pues “el honor, como dijo el Alcalde de
Zalamea, es patrimonio del Alma, y el alma sólo es de Dios”. Mujeres que
lucharon por su casa, por su familia, en respuesta a los miedos que provenían
de los púlpitos, o lo que en casa comentaban sus maridos, a la vez tergiversados
por sus amos, interesados en que las ideas de la revolución francesa no
anidaran en sus mentes. Aquellas ideas que transformarían una sociedad
estamental, lastrada, sociedad que relegaba a la mujer a un segundo…o tercer
puesto. Mujeres que nunca pensaron luchar a favor de un felón que celebraba con
el francés las victorias sobre los españoles. Mujeres que no tenían miedo de
perder sus miserias, cuando las tenían, que protegían a sus hijas del violador
y asesino francés solo conocidos de oídas, de los que se hablaban en las
fuentes, fregaderos públicos, comercios, y calles. Cada transmisora aportaba su
granito en aumento del bulo interesado de aquellos que verdaderamente veían el
peligro por la pérdida de sus privilegios y poderes. En esas fechas dueños
absolutos del cien por cien de las propiedades de cualquier tipo, (iglesia o
patrimonio de san Pedro un 45%, nobleza un 35%, y el 20% restante de la
emergente sociedad burguesa verdadera dueña de caudales e influencias) eran el
enemigo, a favor de los cuales, paradójicamente, luchaban. Esta penosa
contienda dio sus frutos no solo en lo que históricamente está recogido, sino
también porque sirvió para que aquellas sumisas mujeres, que realmente nunca
fueron tan sumisas, se dieran cuenta que también contaban, que eran igual que
los hombres, cuando no superiores, porque si ellos disparaban, ellas realizaban
los trabajos más ímprobos para que pudieran hacerlo. Ellas fueron el alma de la
resistencia, sus “deberes” familiares y sociales nunca fueron desentendidos,
sus hijos y ancianos padres que dependían de sus cuidados, e incluso en lo
religioso, pues a pesar del asedio los actos piadosos fueron debidamente
atendidos por estas heroínas.
Hasta hace poco tiempo, la ingente cantidad de
valientes sacrificadas tenían su referente en algunas de las que pasaron a la
historia y que son sobradamente conocidas, siempre recordadas, siempre
ensalzadas, siempre presentes. Para la memoria de muchos constituían toda la
aportación femenina a la lucha. Se creía que habían sido solo ellos, hasta que los
historiadores comenzaron a levantar un pico del mantel, solo un pequeño pico y
el impacto de lo que siempre se supuso pero no se conocía en profundidad y que
hoy se conoce, fue absoluto. Se hacía imperativo ubicarlas en el lugar que les
correspondía. La admiración, que nunca cejó, fue tremenda. Ahora iniciada la
recuperación, hay que sacarlas de los empolvados libros y documentos de archivo
y restituirlas en su más que merecido lugar. Ya nada volvería ser igual, las
mujeres surgidas de aquel horror, habían demostrado su valía, su poder a
propios y extraños, Ahora debían ser respetadas como merecían, ahora gozarían
del mismo nivel que sus compañeros de viajes, de la palabra, de la capacidad
decisoria que siempre habían tenido pero nunca había salido “oficialmente “del entorno
familiar…al menos al reconocimiento oficial… ¿pero, fue así realmente? No,
claro que no, ya desde su inicio los hechos fueron silenciados por propios y
extraños, acallados, porque el pensamiento de la época…y el actual, aunque
afortunadamente cada vez menos, no acababa de aceptar el hecho de que una mujer
pudiera, no solo luchar tras la tapia cañoneada diariamente, protagonizar
rechazos de ataques de un ejército que
había mostrado ser invencible, si los hombres huían en desbandada, ellas
acudían a taponar la brecha, no podían aceptar que hubieran abortado el éxito
de los metódicos ataques a una ciudad, cuyos muros eran el pecho de sus
defensores. La historia está preñada de estos actos. La bibliografía las obvia,
no pueden concederles el crédito ganado con sangre, con esa misma sangre que
nos ha puesto a todos en este mundo, con aquella que les decía a sus hijos
huérfanos ante el paso de las tropas francesas “hijos míos levantad la cara con orgullo y dignidad, pues sois hijos de
los bravos luchadores del arroyo que sin tener nada…lo defendieron todo”.
Jactancia de raza y nación, sin par en ningún lugar de la tierra que no sea
España.
Su
aportación hoy más reconocida, más aceptada y comprendida, escapa a las
mediocridades humanas que, sólo sirven para diferenciar socialmente lo que el
imparable espíritu aporta y demuestra constantemente. Haciendo caso omiso de
esas reglas, vanas e interesadas, por las que, la siempre hipócrita sociedad
decide quién es merecedor o no, de esa u otra distinción. Este comentario
pretende reivindicar a la mujer española, en particular y a todas en general,
en cualquier punto donde se halle, dado que este no es un caso aislado en
nuestra historia, si no uno más, que nos debería recordar su gran valía, en
cualquier campo en el que se vea obligada a peregrinar.